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miércoles, 3 de mayo de 2017

LISBOA


El sol bañaba la plaza del Comercio. El día, recién llegados de latitudes más septentrionales, nos resultaba demasiado caluroso y húmedo. Aquel atrayente y vetusto tranvía amarillo se convirtió en la mejor opción para visitar las colinas que configuran la fisonomía lisboeta. Fue montar en el y empezar a sentir su acariciador y suave traquetreo. Era sorprendente ver como el ya centenario electrico, en un admirable ejercicio de equilibrio, conseguía zigzaguear por imposibles callejuelas. Las esquinas de algunas de aquellas casas de celeste azulejo y crepuscular belleza estaban limadas para facilitar el paso del tranvía. La dignidad de aquellas hermosas, decadentes y atemporales viviendas resistiendo el paso del tiempo era absolutamente sobrecogedora. Desde la ventana se veía a una nodriza africana de uniforme paseando el hijo de algún hacendado lusitano o unos simpáticos pilluelos tratando del coger el tranvía en marcha, maniobra especialmente peligrosa dada la estrechez de las calles.
Tras una ensoñación que duró 90 minutos para mi reloj y no se ya si un instante o toda una eternidad para mi alma, estabamos de vuelta en la plaza del Comercio. Una parada en una terraza nos ayudó a reponer fuerzas. Algunos oportunistas insistieron vendernos esa otra clase de chocolate o unas Ray Ban de imitación.Obstinadamente rehusamos y pedimos una cerveza portuguesa. Nos sirvieron una Bock, algo amarga pero muy refrescante.
Una delicia justo antes de toparnos con otra auténtica maravilla, el mirador de Santa Justa, Torre Eiffel en miniatura, encantador artefacto decimononico cuya mayor utilidad es permitir contemplar a los turistas fantásticas vistas del Tajo, los barrios antiguos de Lisboa y las ruinas del convento de Carmo, edificio semi derruido, sin reconstruir desde el terremoto de 1755 y verdadero homenaje al Portugal de antes del cataclismo, ese menguado pueblo de navegantes visionarios que puso sus factorías comerciales en Goa, Malaca, Macao o Belo Horizonte. Tras bajar la colina empezamos a deambular sin rumbo fijo hasta que, tras subir la enésima cuesta, nos encontramos con la Se.
Habíamos llegado al barrio más pintoresco del Lisboa, la Alfama. El bullicio y el colorido volvían a confundirnos. Paseamos y compramos unos recuerdos hasta que, subitamente, la noche cayó sobre la ciudad. De repente el vital y concurrido barrio quedó en total soledad. Tan solo los tendales con ropa aún fresca nos advertían de que las ruinosas y desvencijadas casas aún seguían estando habitadas, pero la gente parecía haber desaparecido. Por entre las empinadas y estrechas callejuelas nos topamos con una pequeña taberna. A pesar de que exteriormente no era más que otro achacoso edificio el hambre apretaba y decidimos entrar. Nada más traspasar la puerta una atmósfera mágica nos envolvió. El lugar, sin ser lujoso, era realmente acogedor. una señora de mediana edad de porte aristocrático nos invitó a tomar asiento. El comedor no tenía más de 10 mesas. Las laterales estaban ocupadas, así que pasamos a ocupar una de las centrales. Nos sugirieron unos entrantes y vino de Oporto y de segundo elegimos bacalao. Aún no habíamos empezado a degustar tan deliciosos manjares cuando un angelical sonido se metió hasta el fondo de mis entrañas sacudiendo mi alma y mi cuerpo. Nuestra anfitriona de madura y espiritual belleza cantaba para nosotros. Era una canción triste y envolvente que hablaba de bohemios embriagados de pasión en busca de paraisos perdidos. Era el FADO, un destino ya marcado al que unos soñadores inconformistas trataban de enfrentarse con las desiguales armas que les proporcionaba Orfeo. Después escuchamos una oronda africana de alma castigada, cargada de profundidad y de arte, desde entonces me volví completamente fadista y el desgarro y la saudade me dan lucidez y tristeza, fuerza y melancolía, amor y desamparo pero, sobre todo, dolorosa clarividencia.
Tras esa mágica revelación la introspeción, el sentimiento duradero y profundo y la emoción contenida se convirtieron en motores de mi vida aunque este torbellino interior manque, lastime y a veces me queme por dentro.Con ese estado de ánimo era el momento de tomar un tawny, subir al rufianesco Barrio Alto y perderse en la noche lisboeta.