Eran más de las 12 de la noche y aún había luz en un cielo sin amaneceres ni puestas de sol, y que desde la mañana mostraba un aspecto gris y turbio.
El viento y la lluvia pese a ser el veraniego mes de julio
me habían azotado todo el día. En la atmósfera había algo irreal y yo volvía al
hotel con una mojadura impresionante. La claridad de un día de 24 horas sobre
24 no iban a ser de gran ayuda para conciliar el sueño y aquel no parecía el
lugar más adecuado para superar mi reciente desengaño, pero allí estaba, cerca
del círculo polar ártico, con la extraña sensación de ¿Qué hago yo aquí?
Y para
un convencido urbanita como yo, visitar un país de apenas 300.000 habitantes, casi todos concentrados en la única población que se puede considerar propiamente una ciudad, la capital Reikiavic, y una extensión del tamaño de Andalucía y Murcia juntas, en un terreno apenas violentado por el hombre, la respuesta parece clara, salir de mi zona de
confort, ampliar mi mundo, saciar mi curiosidad, alimentar mi mente; buscar el
lugar donde surgen los sueños que se que no voy a encontrar, pero disfrutar
igualmente al máximo de las peripecias del camino.
Y eso fue precisamente lo que encontré en Islandia,
naturaleza en estado puro, como la cascada Gullfoss, uno de los monumentos
naturales más impactantes que he visto, creada por la ruptura de dos placas
tectónicas que forman un abrupto corte en la llanura; la caída del agua, aunque
no especialmente elevada (sólo 32 metros ) , es todo vigor y energía. El
atronador sonido del agua martilleaba mi cerebro, me sobrecogía y me hacía volar
a un paisaje apocalíptico, auténticamente extraterrestre, las rupturas tectónicas
del suelo me permitían cruzar de la placa continental europea a la americana, del
suelo surgían géiseres y de los muros que parecían formar sus montañas caía de
nuevo agua en forma de cascadas como en Skogaffos.
Las playas de arena negra tenían una fisonomía tan extraña y
la naturaleza había esculpido las piedras de una forma tan singular que parecían
ser diseñadas para homenajear a los trolls, en los que se inspiran muchas
leyendas y sagas islandesas.
En el interior de la isla abundaban los glaciales, kilométricas
extensiones de nieve perpetua, donde el blanco de la nieve es salpicado por el
negro de la ceniza de los numerosos volcanes, esas bocas de fuego que permiten
que las lagunas mantengan el agua caliente pese que el resto del entorno esté
helado.
Esas corrientes de agua caliente son las que posibilitan en gran medida que la vida sea viable en un lugar tan desapacible.
Especialmente curioso me pareció el complejo geotérmico de la laguna azul, ubicado entre campos de lava y hermosos paisajes, un oasis de calor natural con agradables temperaturas de 37º en el que disfrutar del paisaje al resguardo del agua tibia, donde curiosamente me sentí de nuevo en una zona de confort.
Mi presencia en la desolada isla ya no era un grito infinito perforando la naturaleza a modo del cuadro de Munch, al fin me había mimetizado con el entorno y los torbellinos que me acosaban interiormente se habían diluido, los horizontes se habían ampliado, ya no sentía la gélida sensación de la incertidumbre, incluso en las entrañas de la congelada isla había posibilidades de vida, de nuevas y agradables sensaciones y de regeneración.
Desde la calidez del agua de la laguna podía mirar cara a cara a las figuras negras y disfrutar de la hermosura del desolado paisaje, casi extraterrestre. Había encontrado un nuevo lugar en el mundo y ampliado mi zona de confort, en ese incierto umbral donde el mundo se acaba y los sueños pueden convertirse en pesadilla.
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