Comenzaron la protocolaria charla de desconocidos, generalmente
breve e insulsa, con el ánimo de terminar pronto y echar una cabezada. Sin
embargo, pronto comenzaron a brotar las palabras y a fluir las frases. Y así, en el transcurso de
las 8 horas de vuelo pasaron de la cordial sonrisa o el aséptico consejo sobre
que lugar visitar, ( - ¡Mejor Macy´s que Twenty First Century!; cenar en Elly ´s Stardust, ¡Imprescindible¡-
), a la risa cómplice o a las confidencias íntimas sobre amores, desamores y
los distintos laberintos por los que les había llevado la vida, para al final
acabar siempre en el punto de inicio, solos, desorientados y cada vez más
agotados.
Cuando estaban a punto de aterrizar en el JFK ya carcajeaban
y se reían de sus presuntas desdichas. En realidad, ninguno de los dos, sobre
todo ella, era aún tan viejo ni tan desdichado y compartidas sus penas parecían
desaparecer.
El avión se posó en tierra. Tocaba despedirse y ninguno sabía
como hacerlo, cuál era la frase adecuada, la palabra precisa o el gesto
oportuno, y por eso decidieron quedarse juntos, no sólo para compartir la
visita a la gran manzana, sino para siempre.
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