Ayer volví al Dindurra y entre sus columnas y baldosas
centenarias experimenté de nuevo el placer indescriptible de degustar una
consumición en el marco incomparable de un café de época. Templos del
refinamiento y la elegancia, auténticos oasis de calma y sosiego donde todo fluye a un ritmo distinto. Son los legatarios y guardianes de antiguas liturgias y tradiciones, mientras todo el resto se destruye a ritmo vertiginoso por la apisonadora de la
globalización que despersonaliza locales y lobotomiza cerebros.
Estos viejos cafés son los heroicos supervivientes de la picota de los Starbucks y otras siniestras franquicias de similar pelaje, todos clones de si mismos, donde nada es genuino ni espontáneo y todo demasiado artificial y previsible. En los Starbucks no existen oscuros rincones que cuenten historias extraordinarias ni empleados que formen parte de la leyenda del local y sus camareros robóticos, a fuerza de ser uno mismo, ya no conocen ni su propio nombre.
Estos viejos cafés son los heroicos supervivientes de la picota de los Starbucks y otras siniestras franquicias de similar pelaje, todos clones de si mismos, donde nada es genuino ni espontáneo y todo demasiado artificial y previsible. En los Starbucks no existen oscuros rincones que cuenten historias extraordinarias ni empleados que formen parte de la leyenda del local y sus camareros robóticos, a fuerza de ser uno mismo, ya no conocen ni su propio nombre.
Y, fue ayer, en el Dindurra, donde me vi poseído por una suerte de hechizo, que sorbo a sorbo, me hizo perder la noción del tiempo y el
espacio, traslandándome a distintos lugares y épocas más allá de los surcos y
meandros de mi frágil memoria.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjScQFllb0u1ZmQInyCH8XtNSDfKDD_Z7PhRM5aWYIjCkkxgOhp111EPlYA1uHKfXGsZNQEILssoDvGZIk4A8OTQ4oBdIxsSIunFCR33BovnCoawMcK4kYetW9MUFkFi61zagIE8-voCmKR/s1600/cafe+A+Brasileira.JPG)
Sucedió así, sin más, el camarero posó la taza de humeante café y el primer trago me supo a la romántica Lisboa. A mi lado estaba Pessoa, sentado a la terraza de A Brasileira, los dos tomábamos el sol y distraidamente contábamos azulejos o veíamos a los tranvías pasar. Yo era feliz, si miraba a la izquierda sentía la alegría desbordante del enamoramiento, si miraba a la derecha mi otro heterónimo sentía el placer de la vieja camaradería y la sólida amistad, finalmente miraba al frente y veía a una niña que representaba la paz y la calidez de la familia. Igual que mis tres viajes a Lisboa en tres épocas tan distintas de mi vida y con acompañantes y sentimientos tan diferentes.
Sucedió así, sin más, el camarero posó la taza de humeante café y el primer trago me supo a la romántica Lisboa. A mi lado estaba Pessoa, sentado a la terraza de A Brasileira, los dos tomábamos el sol y distraidamente contábamos azulejos o veíamos a los tranvías pasar. Yo era feliz, si miraba a la izquierda sentía la alegría desbordante del enamoramiento, si miraba a la derecha mi otro heterónimo sentía el placer de la vieja camaradería y la sólida amistad, finalmente miraba al frente y veía a una niña que representaba la paz y la calidez de la familia. Igual que mis tres viajes a Lisboa en tres épocas tan distintas de mi vida y con acompañantes y sentimientos tan diferentes.
De vuelta a la realidad revolví de nuevo la taza del negro
café y sentí aromas del Cairo, un nubio de tez oscura fumaba una pipa de agua
en la mesa de en frente. Mas allá, en su rincón favorito del El-Fishawi, Naguib Mahfuz trataba de
concentrarse en la escritura, inmune al ajetreo y al gran bullicio del cercano
mercado de Khan Al-Khalili . Yo dejaba pasar el tiempo, era joven, estaba sólo,
mi ingenuidad era mucha y mi curiosidad y ganas de aventura estaban intactas.
Una gota cayó sobre la mesa y me sacó de mi abstracción, observé como se deslizaba por el mármol igual que los canales que que surcan otros mármoles en la plaza de San Marcos de Venecia. La desconchada arcada del Florian me protegía del sol y desde allí contemple el mismo espectáculo que hizo suspirar a Casanova. ¡¡Que feliz y despreocupada era mi alma entonces!! Hasta me parecía armoniosa la música hortera del piano y las hordas de turistas japoneses no me resultaban especialmente molestas.
Nuevamente presté atención al café, y otra vez volví, por un instante al presente, le agregué un poco de azúcar y adquirió un sabor dulce, igual que el que me solía tomar con pastelitos de almendra en la terraza del Argana en Marrackech, mirador y vigía
de la plaza Jamaa el Fna, un lugar lleno de color y vida, punto de
encuentro de contadores de historias, vendedores
de pintorescos productos y encantadores de serpientes. Anteriores viajes me habían hecho mas cauto pero no tanto como para resistirme a enrollarme una serpiente al
cuello a sugerencia de uno de los hipnotizadores de animales.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi5wFjJ5597_hj5YeYP4I05OnX50doEw48ZNyu0CypJ032OGrlBM25xsu1OYoZPl1F2DiKE5ziR0UXwXDc7JVQs0yedmJkJrzEyed3sBB2-IDZaViJqAW8wMfOF7kEhpT_0Zpm-9RkwtHOQ/s1600/cafe-iruna.jpg)
Pero el dulzor de mi boca desapareció, levanté la vista del periódico y me vi rodeado de estudiantes, al fondo había un busto de Heminway y a través de las cristaleras veía la plaza del Castillo. Estaba en el Iruña, muy cerca del hotel La Perla, donde solía alojarme cuando iba a visitar a mi hermana a Pamplona, entusiasta estudiante de periodismo en la ciudad en aquella época; cuantas cosas han cambiado desde entonces...
Volví a concentrarme en la lectura del periódico. En el diario había un artículo que homenajeaba al
difunto Paco Umbral. De repente el escritor cobró vida y se dirigió
a mí con un vaso de whisky en la mano. Estábamos al abrigo del lugar más intelectual de Madrid, el café Gijón, confidente de conspiraciones políticas y tertulias literarias. Umbral me
aseguraba, con su refinada grosería, que su secreto infalible para seducir a
las ninfas era que sus lefas estaban siempre bien perfumadas. Imposturas de viejo
loco, pensé, aunque tal vez estuviese más cuerdo que lo que yo podía prever en
aquel momento.![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi5wFjJ5597_hj5YeYP4I05OnX50doEw48ZNyu0CypJ032OGrlBM25xsu1OYoZPl1F2DiKE5ziR0UXwXDc7JVQs0yedmJkJrzEyed3sBB2-IDZaViJqAW8wMfOF7kEhpT_0Zpm-9RkwtHOQ/s1600/cafe-iruna.jpg)
Pero el dulzor de mi boca desapareció, levanté la vista del periódico y me vi rodeado de estudiantes, al fondo había un busto de Heminway y a través de las cristaleras veía la plaza del Castillo. Estaba en el Iruña, muy cerca del hotel La Perla, donde solía alojarme cuando iba a visitar a mi hermana a Pamplona, entusiasta estudiante de periodismo en la ciudad en aquella época; cuantas cosas han cambiado desde entonces...
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