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jueves, 29 de septiembre de 2005

LA PRIMERA MARCHA A COVADONGA

Hay lugares a los que la naturaleza ha bendecido con un hechizo y embrujo especial, parajes con duende en los que realidad y fantasía se confunden, reflejo de la divinidad y camino de la trascendencia. Enclaves en los que, según tradiciones ancestrales, han acontecido todo tipo de hechos milagrosos, cargados de mitología y leyenda.
El santuario de Covadonga, orgullo y emblema de nuestra tierra, es, como bien sabemos los asturianos, uno de esos puntos elegidos.Lo que desconocía hasta el pasado fin de semana es el bucolismo, la magia y el poder inspirador de las ancestrales sendas que conducen a la santa cueva.
Saliendo desde el monte de Deva en Gijón iniciamos el pasado viernes el camino a pie a Covadonga.Los primeros kilómetros discurrieron por los alrededores de Gijón, los caminos estaban cuidados y la belleza del entorno resultaba innegable, pero en el ambiente aún se palpaba la cercanía de la gran ciudad.
Una parada en el merendero casa Pepito nos dio la energía necesaria para enfrentarnos a las empinadas rampas con las que nos encontramos justo después de dejar atrás el pueblo de Peón. Fue esta la principal dificultad de la jornada pues el descenso se hizo muy cómodo y antes de que nos diésemos cuenta ya estábamos tomando otro culín en Grases. Allí nos quedamos un buen rato saboreando la espectacular sidra “El Traviesu” que rompía en el vaso formando burbujas como si se tratase de champán. Habíamos salido a la 1,30 de la tarde y a pesar de las paradas no habían dado aún las 8. Era la primera etapa y nos lo queríamos tomar con calma, habíamos recorrido unos 19 kms y apenas quedaba uno para nuestro destino final, Amandi.
Los dueños de la casa rural El Puente de Amandi, donde nos alojamos, resultaron ser extraordinariamente amables y agasajadores. La casa, limpia y cuidada, también era agradable y acogedora. Casualmente nuestro anfitrión, un señor de cierta edad, era un asiduo de la ruta a Covadonga y conocía todos los secretos del camino. De su cajón sacó unos antiquísimos mapas que amarilleaban por los bordes pero de un detalle y precisión increíbles. De nuevo con una botella de sidra que corrió de su cuenta repasamos cruces de caminos y posibles lugares donde avituallarnos.
Tras una breve y refrescante ducha nos acercamos al restaurante La Regatina, que estaba a pocos metros, donde entre otras cosas sirvieron la tortilla más grande que he visto en toda mi vida. No la pudimos acabar y la mitad que sobró nos la envolvieron. Serviría de provisiones para el día siguiente. Tras un paseo por las inmediaciones de la iglesia para bajar la cena volvimos a la casa rural donde dormimos como niños.Si buena fue la tortilla, mejor fue el bizcocho que la señora del alojamiento rural nos tenía preparado para el desayuno.
Nos costó abandonar un lugar tan agradable pero ya eran casi las 10 y ese día nos quedaban 36 kilómetros por delante.No mucho después y tras dejar atrás el pueblo de Lugás y una mansión amurallada pudimos disfrutar de uno de los parajes más maravillosos del camino. El río a un lado, la arboleda cubriéndonos y el verdor por todas partes. La escasa luz que se filtraba entre los árboles hacía que el paisaje se difuminase y nada pareciese real. Estábamos deambulando por un lugar de cuento habitado por xanas, duendes y seres mitológicos.
Tras el mágico paseo unas empinadas y exigentes rampas nos devolvieron a la realidad y tras una larga caminata, en la que dejamos atrás Breceña, llegamos a Sietes.
El pueblo, ahora en total decadencia, es un auténtico homenaje a la hace 2 o 3 siglos, pujante Asturias rural, en la que los hórreos y las casas de piedra, granero y cobijo en los inviernos, son su auténtico símbolo. Muestra de la pasada importancia de la aldea es el edificio del casino, hoy, por supuesto, abandonado.
Después de un alto en el pueblo, con una breve parada en el Boleru de Anayo y otra en Borines para refrescarnos con las famosas aguas de sus manantiales, continuamos el largo camino hacia Millares. Allí pretendíamos homenajearnos con una buena comida pero estaban en fiestas y el único bar cerrado. Afortunadamente nos quedaba tortilla del día anterior y algo de pan que habíamos comprado en Sietes. Hacía falta llenar el estómago pues nos quedaban aún más de 10 kilómetros hasta Llames de Parres en cuyo albergue teníamos previsto dormir.
A nuestro paso ganado pastando, naturaleza salvaje, abruptos valles y la impresionante sierra del Sueve, donde Pelayo busco refugio, como telón de fondo. El trazado era rompepiernas pero tanta belleza nos ayudaba a seguir adelante pese al cansancio. Se hicieron especialmente duros los 3 últimos kilómetros.Ya casi al pie del albergue un ruido ensordecedor, una gran polvareda y 30 jinetes que nos rebasaban al trote. Me sentía un aventurero de otro tiempo.
El albergue, de estilo rústico, era bonito pero entre los ronquidos y la ebriedad de los jinetes, el ajetreo de los peregrinos y la fiesta que estaban celebrando a un kilómetro resultó imposible dormir. Al menos la cena fue magnífica. Casualmente ya era la segunda fiesta que nos encontrábamos ese día y que interfería en nuestros planes. A punto estuvimos de acercarnos hasta la romería pero realmente estábamos demasiado cansados. Desde el albergue escuchamos igualmente los grandes éxitos de José Vélez y Rafaella Carra entre otros, versioneadas con mucho entusiasmo por las orquestas Hawai Music y Hollywood Night.
Cansados emprendimos la marcha el último día con la ilusión de que estábamos a menos de 25 kilómetros de nuestro objetivo.Lo que parecía fácil se convirtió luego en titánico. El calor extenuante, el mucho cansancio acumulado, una vieja lesión de tobillo que se reproducía y el exceso de asfalto en la parte final pusieron mi capacidad de sufrimiento al límite.
A mediodía hicimos una larga parada en Villanueva, pasada la una reemprendimos la marcha pero parecíamos no avanzar, a las tres de la tarde todavía estábamos a la altura de Soto de Cangas y faltaban los 8 kilómetros más duros.
Afortunadamente cuando ya casi desfallecía empecé a atisbar la basílica y a las 5 hacía entrada en el santuario. Se preparaban para iniciar el rezo del rosario en la Santa Cueva y un coro cantaba gregoriano.
No soy una persona muy religiosa pero realmente sentí algo místico en ese instante, un profundo sentimiento de comunión con el entorno y la naturaleza, veía que formaba parte de ella. Me encontraba relajado y francamente bien y todo el cansancio parecía haber desaparecido súbitamente.Aproveché para dar junto con mis amigos un agradable paseo por el santuario, sacamos algunas fotos y ya en el último suspiro, atrapamos el último autobús de vuelta a Gijón. Repetiré.