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sábado, 30 de mayo de 2020

DI, DA, DI, DA

Di da, Di da… Tic tac, Tic tac.
¿Son las lágrimas o es el tiempo lo que realmente borra el dolor para que todas las emociones puedan volver a ponerse de nuevo en orden?
Con la cadencia de un reloj, di-da, la música nos sumerge con delicadeza en un nuevo estado emocional, el de la aceptación. Y se inicia otra etapa desde la cual abrimos las puertas a un flamante futuro donde tal vez alguien piense otra vez en nosotros y esboce una sonrisa.
Y al ritmo de Di, da.. Di da, os invito a escuchar esta canción popular china, es pura hermosura y armonía.

jueves, 28 de mayo de 2020

CUESTION DE CONFIANZA

No he conocido un país más descosido que Sudáfrica. El centro de Johannesburgo, antes punto neurálgico comercial y administrativo de la elitista minoría blanca y hoy ocupado totalmente por la población de color, parece una trinchera. Un paseo por el lugar tiene más de reto que de experiencia placentera; escaparates protegidos por rejas, cámaras de seguridad, parques vallados, edificios de antiguo empaque descuidados, desencajados y despojados de los adornos que habían sido su seña de identidad, transacciones informales y callejeras con la violencia siempre a flor de piel, miradas acechantes por doquier y cámaras fotográficas prestas a ser el objetivo de un más que seguro pillaje, atmósfera crispada, clima prebélico. Por la noche aún peor, la santa compaña, los zombis y los vampiros se adueñan de las calles. Si uno tiene aprecio por su integridad más vale que se vaya al hotel. Los hombres blancos se refugian en sus lujosas urbanizaciones donde es preferible no salir después de las 6 de la tarde y el nuevo centro administrativo se ha trasladado a unos kilómetros del anterior. Aquí, con mucha precaución, aún podemos aventurarnos a caminar unos pasos hasta el centro comercial más cercano sin ser hostigados o tomar un café en una terraza.
Algo mejor es la situación en Ciudad de El Cabo, una bonita urbe a las faldas de la plana montaña de la Mesa con gran variedad de edificios art decó, victorianos, coloristas y presuntuosos rascacielos, un relajante puerto histórico elegantemente reconstruido y magníficas playas y paseos donde aún es posible disfrutar de un distendido paseo, al menos dentro del horario comercial. Cuando las luces se apagan toda la decepción de una población que fue hostigada y desplazada se adueña de las calles, súbitamente solitarias tras la caída del sol. Años de recelos, de la imposibilidad de la población de color de acceder a las exclusivas zonas blancas sin las indispensables tarjetas verdes (sólo se concedían para trabajar y hasta las 5 de la tarde como máximo, no portarla suponía 3 meses de cárcel) y de enfrentamientos aún pesan más que el liderazgo, la indulgencia y el afán de reconciliación de Nelson Mandela.
Sudáfrica aún son dos pueblos compartiendo un mismo territorio y sin demasiado afán por cohesionarse. La nueva élite negra y la decadente clase alta blanca tratan de sacar el mejor partido de la situación en un país, aunque desestructurado, rico en recursos naturales y bien organizado económicamente, en el que aún es posible lucrarse. No obstante el temor y el recelo siempre presentes lo hacen completamente insatisfactorio para habitar.
No mucho mejor es la situación de Bosnia. En Móstar ya es posible cruzar de una orilla a otra del rio Neretva a través del famoso puente que la guerra destruyó pero los cadáveres aún siguen enterrados en los parques y la población permanece desunida y segmentada. Acatan distintas normas según el origen étnico de cada cual y todos se miran con desconfianza lo que les condena a un profundo malestar y una endémica pobreza.
Una situación distinta pero ciertamente incómoda la percibí en aquel Beijing de principios de este siglo. Los antiguos Hutongs (barrios tradicionales de laberínticas callejuelas) caían súbitamente fulminados a golpe de picota mientras las grúas levantaban velozmente imponentes rascacielos. Un país que ya había sufrido el terror de la revolución cultural seguía recurriendo a la trampa y la impostura para poder conservar su innata vitalidad y sus antiguas tradiciones. Desgraciadamente la nefasta política del desprecio a las tradiciones, de la creación de frentes irreconciliables, del odio al diferente y de la imposibilidad de un proyecto común parece que comienza a prosperar también en los países occidentales con más fuerza que nunca.
El capitalismo democrático y social, un sistema económico que durante décadas nos proporcionó un crecimiento y prosperidad sin precedentes, parece llegar a su agotamiento. Unos retos y una exigencia tecnológica que avanzan a un ritmo frenético, muy por delante de la capacidad de adaptación de las instituciones y del individuo, produce un profundo desazón y resentimiento en una sociedad que se siente traicionada, abandona y desprotegida. La vía de escape de muchos es apostar contra el sistema o lo que es lo mismo, por los elementos más indeseables y extremistas del espectro político. Auténticos trileros, troleros, tahúres del Mississippi, jugadores de fortuna amorales y sin escrúpulos, capaces de abrir la Caja de Pandora, esparcir el odio, fraccionar la sociedad, quebrar la fraternidad con el único afán de no asumir nunca responsabilidades en una impresentable actitud de Yo soy el Mesías y el infierno son todos los demás.
Decepcionados, muchos no quieren entender que lo que proporciona bienestar a un pueblo no es la división, ni el enfrentamiento, tampoco los atajos ni las soluciones simplistas. La clave está en el trabajo, el premio al esfuerzo, la capacidad de adaptación, la resilencia, la solidaridad con el necesitado y, sobre todo, la protección y la integración de todos bajo una bandera común, sin reproches, sin etiquetas, al ritmo adecuado y al compás de los tradicionales ritos y liturgias.
Ante esta encrucijada necesitamos una sociedad que olvide el nombre de las cosas, que ignore si lo que come es pera, limón o naranja pero que deguste con fruición todo el aroma de la fruta, que perciba sin prejuicios los matices de sus sabores y se beneficie de sus nutrientes. Una sociedad que olvide donde está el lado izquierdo o el derecho pero sea capaz de enderezar el rumbo y mirar siempre hacia adelante.
Si en el año 2008 defendí que además de una crisis económica nos enfrentábamos una crisis de valores (debilitamiento de los mecanismos de control, codicia de la banca, despreocupacion por el ahorro, superficialidad y materialismo del consumidor) lo que advierto en estos tiempos, y ya antes de la pandemia que nos ha asolado, es una crisis de confianza en el sistema y en los que lo lideran. La degradación de las instituciones y la fractura social en la mayor parte de las democracias occidentales aún no es tan dramática como la que observé en la República Sudafricana, Bosnia o China pero algunos líderes parecen hacer todo lo posible para acercarse a esos escenarios. La negligencia, la incompetencia, la mentira, la estigmatización del otro, la unilateralidad, la censura, la burda propaganda, el maquiavelismo de salón, el odio, el aparheid de clases, el engaño, el tacticismo, el autoritarismo, el cesarismo, el maniqueísmo, el oscurantismo, el hostigamiento, el chivo expiatorio, el escapismo y la prepotencia absoluta no ayudarán a recuperar la confianza perdida.

domingo, 17 de mayo de 2020

LA POST HUMANIDAD

En el no tan lejano tiempo en el que me crie para evocar futuros quiméricos o alegóricos lo más común era leer una novela de ciencia ficción o tal vez alguna de aquellas películas apocalípticas que tanto se llevaban a principios de los ochenta del pasado siglo.
Ahora no hace falta recurrir a la ficción, tan solo una profunda lectura de las noticias o un atento paseo por la calle nos muestra el escenario, el guion y el attrezzo del futuro distópico que se cierne sobre nosotros. Entre tanto los sufridos figurantes somos adiestrados en este peripatético baile del que marcamos torpemente nuestros primeros pasos. El ballet aún no ha comenzado pero ya todo está preparado para la gran función.
Lo que me parecía impensable a finales de los 90 cuando leía la novela de Nancy Kress, Mendigos y Opulentos en parte está sucediendo ya. La obra describe una sociedad dividida en tres clases sociales, los "super-insomnes" unos seres mejorados genéticamente desde generaciones, con altísimas capacidades de aprendizaje, incomprendidos y quasi divinos que tienen el control de la sociedad. Estos se apoyan en los "auxiliares", sólo parcialmente mejorados, que realizan las labores técnicas, administrativas y de mantenimiento de la maquinaria que se encarga de toda la producción de bienes materiales y de consumo. Tal es así que la mano de obra humana deja de ser necesaria. Por tanto la tercera clase social de ese mundo, los "vividores", pasan a ser totalmente prescindible de modo que en algunos regímenes de estilo totalitario aplicando principios eugenésicos optan por restringir su número o por el cruel genocidio total. En los países de estilo más social y filantrópico los vividores son entretenidos con televisión, absurdas carreras de motos y holo conciertos que hacen caer a gran parte del público en un trance hipnótico. A los "vividores" no se les estimula para que consigan ninguna meta. Estos desdichados seres, holgazanes e improductivos, aspirantes a jubilados desde su nacimiento viven solo para respirar. Aunque tengan todo el conocimiento a su alcance, sin estímulos, son generalmente analfabetos y asumen su papel dócilmente, sin pretensiones ni mayores ambiciones. Eso les lleva a un estado de total dependencia de estilo comunista. En pos de su bienestar el estado debe a controlarlo todo, ya nadie pasa hambre pero ningún "vividor" maneja ya moneda, su comercio se basa en el trueque y el estado proporciona las fichas administrativas para las máquinas de entretenimiento. Al no disponer de dinero propio tampoco tienen la posibilidad de ser mejorados genéticamente como los "auxiliares". Su vida, sin estímulos intelectuales ni retos por alcanzar, es desgraciada, miserable y mezquina. Están alimentados, tienen vivienda y tiempo de ocio ilimitado pero se han convertido en una subespecie sin capacidad de mejora ni sacrificio, un doméstico y desvirtuado esperpento de lo que antes fue un ser humano que ahora sólo puede producir grima y compasión. Su única función es otorgar sus votos y reforzar la influencia de los "auxiliares", los cuales son muy conscientes de que mientras los "vividores" sigan ignorantes y dependientes continuarán dóciles.
Me temo que la época post humanista en la que ya hemos puesto pie también tiene muchos paralelismos con el anterior relato pero también con lo que H.G Wells profetizaba para el futuro en su novela La máquina del Tiempo. Un mundo polarizado, de "elois", elfos bien formados habitantes de un paisaje idílico, y "morkocks", seres violentos deformes y fotofóbicos, moradores de un tenebroso subsuelo que entregan sin resistencia ni atisbos de remordimiento a sus propios compañeros como alimento para alimento de los aristocráticos "elois".
Mejor aún, un lugar donde los “eternos” ocultos en una burbuja a la que llaman Vortex ubicada en un remoto valle ponen a volar ídolos de barro lanzando mensajes carentes de sutileza para que los “brutos” se muevan a su antojo, tal y como sucedía en la película Zardoz dirijida por John Boorman y protagonizada por Sean Conery. Sin embargo en esta sociedad los "eternos", condenados a una insufrible inmortalidad, guardianes de los datos de todo el conocimiento de la humanidad y sometidos a una Inteligencia artificial que toma las decisiones por ellos, son las verdaderas víctimas. Crecen aburridos en una sociedad viciada éticamente donde se medita pero ya no se sueña y donde muchos han caído en una permanente apatía.
No sé si el mundo llegará en las próximas décadas a los límites de los sombríos horizontes descritos en estas obras pero lo cierto es que hemos llegado a un punto de inflexión y todo lo que hemos conocido hasta este momento se descompone vertiginosamente. El verdadero drama no lo supone, la, muchas veces forzada, lucha de clases (todos sufren y son perdedores en este juego) sino el desarraigo que supone para todos despojarnos de aquello que nos humaniza, el desasosiego de tener que reinventarnos y la pérdida de identidad. Todos somos individuos corrientes, pero a la vez no tenemos nada de corrientes, nuestro legado genético es único y debemos luchar por aferrarnos al papel que nos corresponde. El de actor y observador subjetivo que da sentido a la escena y que con su simple mirada consciente puede cambiar el devenir de las cosas, así como los electrones pueden comportarse como ondas o como partículas según sean observados o no.
Hace un par de años visité Dubai, una metrópolis hecha en pleno desierto en apenas dos décadas. Una mega ciudad con el edificio más alto del mundo, pasarelas con aire acondicionado entre una tupida red de rascacielos, áreas recreativas con canales que pretenden sin éxito imitar a los de Venecia, grandes acuarios, una pseudo-estación de esquí con nieve artificial dentro de un gran centro comercial o un paseo marítimo que se despliega en forma de gran palmera. Sin embargo el antiguo zoco, embrión de la ciudad, hoy no es más que un menguado museo. Todos los dependientes, taxistas, jardineros, recepcionistas y obreros son mercenarios, forasteros en un entorno de cartón piedra carente de poso y profundos cimientos. Simplemente un paraíso del consumismo más inmediato. Nada que ver con mis lejanos recuerdos de Tanger o Estambul, ciudades con palpitantes zocos y bazares, grandes palacios en contraste con otros edificios que se descomponen. Antiguas iglesias que han pasado a ser mezquitas testimonio del paso de varias civilizaciones. Intrincadas callejuelas en las que perderse y en la que los buscavidas siempre pondrán tu paciencia e incluso tu integridad a prueba, pero lugares que palpitan por cada uno de los poros de sus antiguos muros plenos de vigorosa humanidad.
Lo cierto es que los seres humanos hemos cedido nuestro papel de protagónistas para convertirnos en pasivos consumidores de experiencias en entornos edulcorados y riesgo cero donde el algoritmo decide qué dirección debemos de seguir o que es lo que debe de hacernos felices. En los últimos años hemos perdido gran parte de nuestra capacidad para improvisar y, sobre todo, para experimentar.
Una carretera provista de determinados aparatos de medida podrá informar de los puntos en los que hay mayor circulación para un programa decida por nosotros que ruta debemos tomar para evitar atascos. Sin embargo una carretera nunca podrá tener la sensación de estar “atascada”.
Es por ello de que no se deber perder nunca la capacidad de probar, degustar, curiosear, tantear, ensayar, perdernos, cometer errores, sacar conclusiones de ellos y seguir luchando. La intuición y los mapas de papel deben dirigir nuestro rumbo, por encima de las geolocalizaciones.
Nuestro destino debe de estar muy por encima de convertirnos en esclavos de las redes de datos o criaturas incapaces de digerirlos tal y como le sucedía a Funes el Memorioso en el cuento de Borges. Una infinita memoria sólo puede ser útil vivir en un permanente presente o revivir cada minuto del pasado, por eso la humanidad es mucho más que fríos datos y estadísticas. La capacidad de conmovernos con los paisajes de la ruta, de disfrutar de una caricia en el camino, de llorar cuando le duele a los otros, de ser humilde lavandera en el azul Chefchaouen o apurado ejecutivo en el abarrotado Shibuya, de rebelarnos y de poner orden al caos es lo que nos hace humanos. La vida y la posibilidad de percibir toda la gama de sensaciones y sentimientos es un acto indelegable. Bregar y experimentar es una opción, la otra diluirnos en la irrelevancia.

lunes, 11 de mayo de 2020

MI TEORÍA DEL CAOS

Tras cruzar sobre el lago Hanoi por el puente Huc, ondulante, delicado y de un intenso rojo bermellón, me topé con la gran avenida que circunvalaba el vasto humedal y principal zona de esparcimiento en el centro de la capital de Vietnam. La travesía era un auténtico aluvión de carros, bicicletas, tuck-tucks, algún automóvil de gama baja y, sobre todo, motocicletas, muchas motocicletas.
Anochecía y debía atravesar la avenida para regresar a al hotel tras mi visita turística pero no había semáforos ni guardias urbanos y la circulación no ofrecía ni un resquicio. El tráfico era denso y compacto. Pasaban los minutos y comenzaba a impacientarme cuando me percaté de la técnica de los locales para cruzar la avenida. Simplemente se sumergían entre el tráfico y los conductores, que ciertamente tampoco iban a grandes velocidades, maniobraban para hacer las correcciones necesarias y evitar la colisión. En el tiempo que permanecí allí todos los que probaron a cruzar llegaron a la otra acera ilesos, así que decidí hacer lo mismo.
Realmente se trataba de un auténtico acto de fe. Con decisión me encaminé a la ruidosa y atestada calzada y, para mi sorpresa, note como los vehículos parecían deslizarse suavemente a mi alrededor en una especie de rítmico baile. Entre el vasto océano de motores un sendero diáfano iba emergiendo frente a mí tal como las aguas se abrían para Moíses, y, por supuesto, llegué sano y salvo al otro lado.
Aunque tal vez no nos resulte tan obvio como el tráfico de Hanoi el mundo que nos rodea es un conjunto indeterminado de caos en el que constantemente navegamos sin apenas darnos cuenta de los riesgos que corremos (o simplemente los asumimos naturalmente) ni del poco control que tenemos sobre las situaciones.
Este incesante fluir entre la confusión, el caos y el desorden suele concluir en un brusco cataclismo ya sea un accidente, una crisis económica, un terremoto, una pandemia o un colapso sin fecha de caducidad determinada. No se sabe cuándo ni cómo pero llegará y en ese instante necesitaremos resetear y volver a iniciar todo el sistema. Connie Willis en su divertidísima novela Oveja Mansa nos cuenta como una socióloga que analiza modas y tendencias y un experto en teoría del caos en vez de con macacos como pretendían terminan experimentando con ovejas. No hay nada más gregario que un rebaño pero tampoco percibían un líder claro. La que sin saberlo encauzaba los comportamientos del grupo era la oveja mansa; otra como las demás, sin nada especial, irreconocible para el rebaño y casi para los investigadores pero un poco más hambrienta, un poco más rápida y un poco más ansiosa que el resto.
En el mundo que vivimos sucede lo mismo, hay inconscientes disrruptores que nadie reconoce como líderes tal vez sólo un poco más rápidos o un poco más ansiosos pero que al final son los causantes últimos de que se produzcan nuevos escenarios o situaciones. Nadie sabe a ciencia cierta por qué todas las jovencitas modernas se cortaron el pelo a lo garçon en la Francia de los años 20 del pasado siglo, por qué en los parques en todo el mundo en los años 60 los adolescentes hacían equilibrios con el hula-hoop o por qué en el 2020 se viraliza un vídeo. Tampoco se sabe por qué se pasan de moda esos fenómenos.
En el libro El Poder del Desorden, Tim Harford nos muestra como el ajuste a circunstancias adversas o extremas puede conducir a resultados por impredecibles sorprendentemente buenos. Así nos cuenta como la leyenda del jazz de los años 70 Keith Jarret conmovido por el desconsuelo de una inexperta y casi adolescente promotora de espectáculos musicales accede a tocar con un piano desafinado. El calamitoso estado del instrumento le obligó a tocar de una forma muy especial, aporreándolo en ciertos instantes para que se escuchase desde las filas más altas del teatro. El resultado fue el Concierto de Colonia, probablemente la mejor interpretación de su vida y de cuya grabación vendió 3 millones de copias. También nos explica Haford como en el campo de batalla el general Romel, militar alemán que destacó por su valentía y sus victoriosas campañas en las dos guerras mundiales y popularmente conocido como el zorro del desierto, no temía enfrentarse a situaciones impredecibles. El secreto de sus victorias era su alta capacidad de adaptación y cambiar sin miedo de tácticas, estrategias y objetivos casi a tiempo real. En el ámbito de la política el reverendo Martin Luther King que para el sermón semanal de su parroquia solía dedicar 15 horas de preparación, por distintas razones (ya fuera la falta de tiempo o el dejarse llevar por la multitud que le escuchaba) realizó alguno de sus discursos más multitudinarios, conocidos y emotivos (“I have a a dream”, por ejemplo) casi de forma improvisada, bien es verdad que su experiencia y su talento preparando discursos durante años fue, sin duda, lo que le permitió alumbrar discursos tan inspirados sin apenas preparación previa.
Hablo de caos e inmediatamente vienen a mi mente imágenes de La Fiera de mi Niña, la disparatada, surrealista y divertidísima comedia de Howard Howks. Todos recordamos como reímos y en parte sufrimos (al menos los tímidos) con las peripecias de David Huxley (Cary Grant) un apocado arqueólogo de salón prometido con una rígida y convencional mujer cuya máxima aspiración es ensamblar el esqueleto de un brontosaurio. La casualidad hace que el día antes de su boda caiga en las redes de la caprichosa, adinerada y excéntrica Susan Vance (Katherine Hepburn), a su vez sobrina de una millonaria. La vida del arqueólogo se pondrá a partir de entonces patas arriba en una sucesión de situaciones absurdas y disparatadas; leopardos, huesos enterrados, detenciones policiales, diálogos desquiciados, vestidos que se rompen, esqueletos que se desmoronan y locura por doquier pero a la vez en una existencia monótona aparecen frescura, inteligencia, mordacidad, pasión, arrebato y vehemencia. Su vida ahora será más complicada pero seguro que tendrá más sabor.
Todo lo expuesto nos demuestra que sucumbir siempre a la disciplina del orden hace que nuestras vidas sean predecibles aburridas y no estaremos entrenados para afrontar las perturbaciones que inexorablemente encontraremos en nuestro devenir vital. Cualquier oveja mansa puede ser capaz de asumir un reto imposible, un viaje deslumbrante, una aventura al límite, leer, aprender, soñar, curiosear, compartir sentimientos e ilusiones, formar parte de algo más, y, por supuesto, enamorarse; el tsunami que provoca naufragios en los corazones, destroza los muros de la razón, hace que el cuerpo palpite al máximo nivel de agitación y todo lata al ritmo de un compás desenfrenado. El desorden está a nuestro alrededor acechándonos no hay motivos para temerlo, abracémoslo con pasión y regocijémonos en él.

sábado, 2 de mayo de 2020

LA NUEVA NORMALIDAD

Mi hábitat, cálido y acogedor, súbitamente se fugó para emerger un territorio hostil e irreconocible. Un espacio deshabitado de abrumador silencio, despojado del murmullo de otros semejantes, del rugido del motor de una camioneta o el chirrido de los frenos de un coche, del taconeo de las pisadas, del tintineo de las monedas en los bolsillos de los paseantes, de las risotadas de los niños en los parques, de la cautivante fragancia que desprendía la jovencita al pasar, del nauseabundo hedor del contenedor de la basura que removía el indigente, del agradable olor a chocolate de la churrería o del peculiar aroma del fermento de la sidra con serrín de las sidrerías. Un lugar donde las palomas aguardaban en vano por niños que las persiguieran, las gaviotas ya no tenían restos de comida en las terrazas a los que acechar, los regalos de los escaparates no llegarían a tiempo para el día del padre y, en unas calles desiertas, los furtivos caminantes ya no necesitaban zigzaguear para evitar el chocar con otras personas. El desagradable y ronco eco del sonido de la emisora del coche patrulla era lo único que impregnaba aquel angustioso ambiente.
Gijón, igual que otras tantas poblaciones de España y del mundo, era una ciudad desahuciada que ya no olía, ni sentía que carente de pulso y razón agonizaba provocando una desoladora sensación de malestar. De repente volvieron a salir los niños y pude observarlo todo de otro modo. Y es así cómo, tras este brusco y despiadado paréntesis, fui capaz de mirar a mi ciudad, con los mismos ojos un niño que tras una transitoria ceguera vuelve a ver el mundo. Con el mismo entusiasmo que mi sobrino Yago sentía cuando con poco más de dos años veía los pictogramas del Puerto Deportivo, “prohibido bañarse”, “cuidado resbala”, “prohibido aparcar” y se deleitaba al comprender que aquellos dibujos tenían algún significado. Con la misma sorpresa que le producía la rugosidad de la corteza del tronco al acercar la mano al árbol. Con la misma atención con la que seguía el movimiento de las palomas cuando las cebaba o las perseguía. Con la mismo espíritu aventurero que demostraba cuando exploraba una cercana casa en ruinas y se asustaba al ver los cristales rotos, las caras a medio terminar de los grafiteros o los amarillentos recordatorios de comunión de una librería abandonada. Alegría, sorpresa, susto, todo emociones a flor de piel, así fue como vi Gijón en aquel momento.
Me percaté del florecer de las plantas, de la colonia de patitos que habían colonizado el estanque de la plaza de Europa, de la fisonomía de los edificios, de las grietas en el suelo por la que emerge una fila de sufridas hormigas, de la gente que se cruza, de las casonas que resistían entre los altos bloques de pisos, de los miradores, de las cornisas, de las columnas en forma cariátides, de los letreros de caligrafías imposibles y de otros muchos hitos del paisaje urbano en los que, pese a pasar delante de ellos casi a diario, nunca había reparado. Por un momento me creí capaz de oler los sonidos y escuchar los colores. La sinestesia, esa maravillosa capacidad que los niños tienen y los adultos hemos perdido por completo.
Me sorprendió el resonar del bote de las pelotas en el Paseo de Begoña, los niños corriendo, el avance de los ciclistas o la marabunta de personas moviéndose en el Muro. En esos primeros instantes de mi vuelta a la calle disfruté paseando con el mismo placer y regocijo que experimento cuando viajo a un lugar lejano y exótico por primera vez. Sin embargo el cielo violáceo me hizo ver que anochecía y debía de volver pronto a casa. Algo me produjo cierto desasosiego y malestar, me invadió sensación de desconcierto y nostalgia, ecos de una profunda tristeza que no pudieron acallar los aplausos desde los balcones.
Entonces caí en la cuenta de que lo que hace para cada uno de nosotros maravilloso este mundo es precisamente nuestra propia capacidad para reconocerlo e interpretarlo sin cortapisas. La aspiración es encontrar la plenitud en él según nuestra particular vision del mismo, la cual está condicionada por nuestras propias vivencias previas, nuestros orígenes y peripecias, nuestra jerga, lenguaje o idioma, nuestra escala de valores, nuestros miedos o fobias, nuestros particulares talentos, gustos e intereses, nuestras liturgias, nuestro tiempo de duelo, nuestro propio modo de sentir, nuestro ritmo vital. Cada individuo es un particular microcosmos único e inimitable. Por tanto debemos mirar el mundo siempre como algo poliédrico, especial e insólito. Muchos pretenden acotar o descifrar la realidad por nosotros o determinar lo que está bien o lo que está mal, quiénes son los buenos o los malos o que es importante o no. Entiendo que dejarse influir por esas interferencias no es vivir una vida plena, ni tomar conciencia de lo que sucede. Sin perjudicar nunca a los demás cada uno tiene que elegir su propia realidad, a qué va que poner más énfasis y cuáles son sus prioridades.
Recuerdo cuando de la mano de mi sobrina Aitana de entonces apenas tres años, paseaba por el bonito pueblo de Manly, cerca de Sidney. Nada podía ser más perfecto, surferos en la interminable playa, un luminoso día, cuidadas casitas, una amplia costanera, y, por supuesto, el murmullo de la gente local, las fugaces conversaciones acá y allá, un sonido comprensible para ambos (sobre todo para ella que es bilingüe) pero sin la armonía y musical calidez del primer y familiar idioma. Detrás de nosotros oímos, al fin, una pareja de españoles que conversaban. Hablan ñol!!!- Me dijo emocionada Aitana.
Temo que la pomposa nueva normalidad sea la excusa para imponernos una nueva realidad. Detestaría vivir un esplendoroso nuevo mundo tecnológico que nunca hablará mi idioma nativo y en el que siempre sería forastero. Abominaría un lugar donde los algoritmos, los técnicos anónimos y la autocracia se convirtieran en los censores de mi pensamiento. Deseo decidir sin interferencias, arropado por mi familia y mis recuerdos, fiel a mis orígenes y mis raíces, en armonía con el tiempo y espacio donde me he criado y las experiencias que me han tocado vivir. Quiero el mundo de antes, aunque ahora sea capaz de mirarlo con unos nuevos ojos.