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viernes, 1 de junio de 2018

TAIWAN

El viaje es el anhelo de atrapar una emoción.
Un estallido, una disrupción, un vórtice envolvente que conecta a nuevas frecuencias.
La semana que viene planeo ir a Taipei, la pura esencia de lo que son las ciudades asiáticas, el cegador destello de los coloridos letreros de vistosos caracteres y el hormigueo del constante devenir de personas, vehículos y mercancías. Y para mÍ, el hechizo de acoplarme a un ecosistema donde me suelo mimetizar con camaleónica naturalidad. El placer de enchufarme plenamente a esa Asia ancestral y profunda, que veía tan lejana en el pasado y que acabé por sentir tan próxima.
Dicen que la exuberante isla Formosa, bautizada así por los exploradores portugueses debido a la belleza de sus espectaculares parajes naturales, combina el refinado perfeccionismo japonés con el sentido de la vida chino, sus tiempos lentos para decidir y etéreos para moverse, su profunda ironía, todo ello impecablemente integrado en la singular sociedad que conforma el actual Taiwan. Un territorio, que, pese a las presiones de los chinos continentales, lucha por mantener su identidad propia producto del mestizaje cultural con los nipones y los avatares políticos de Chiang Kai-shek. Taipei, la capital, es famosa por sus mercados nocturnos, su afán emprendedor, su vocación comercial, sus antiquísimos templos y su urbanismo atroz.
Me veo surcando por sinuosas callejuelas de paredes desconchadas que huelen a fritanga y saben a picante, a la sombra de los grandes rascacielos, allí donde los originales vecinos, hablan, gritan, ríen, juegan a las cartas, fuman, comen y beben te en plena calle. Parecidas estampas a las de aquel pintoresco barrio del Carmen por donde correteaba de niño y que el tiempo desdibujó.
Y es que viajar a nuevas latitudes espaciales es volver a bucear en las abismales profundidades de nuestro tiempo ancestral.