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viernes, 11 de septiembre de 2009

VIAJE AL ABISMO

Ranón me ha dado más de un disgusto y llegué a Barajas con mucha antelación para coger el enlace a Londres. Entretuve la espera charlando con unas chicas gallegas que también iban una temporada al Reino Unido, pero ellas sólo por un mes. Al mediodía embarcábamos en el avión pero aún estuvimos casi dos horas esperando a que el aparato despegase. Nos dijeron que había una avería en el circuito del aire acondicionado. Evidentemente nadie se lo creyó pero confiamos en que no iniciaríamos el viaje sin haber solucionado convenientemente el problema cualquiera que este fuese. A eso de las dos de la tarde despegamos por fin. Tenía asiento de ventanilla pero no veía más que nubes, así y todo, el trayecto se me hizo corto.
Nada más aterrizar en Gatwick noté tensión, demasiada policía, incluso para el Reino Unido, y me extrañó el desconcierto, que yo, en mi ignorancia achaqué a la obsolescencia y mala organización del aeropuerto.Para acceder a la estación de autobuses se debía bajar varios niveles por una laberíntica rampa y para llegar a la taquilla de nuevo había escaleras. Me acerqué al mostrador. La chica que me atendió parecía distraída. Le pedí un billete para Cardiff y me sonrió de forma artificial. Aunque los británicos son peculiares y nunca dejarán de sorprenderme, se palpaba que sucedía algo especial. Todo el mundo estaba conectado a una frecuencia que yo era incapaz de sintonizar. Mientras esperaba por el autobús telefoneé a mi casa. Mi padre parecía especialmente contento por mi llamada. De un modo confuso me explicó que se había producido un atentado en Nueva York. La conversación fue corta y, desde luego, no quiso o no acertó a describirme la magnitud de la tragedia. ¡Que horror! Otro atentado, vivimos en un mundo demasiado convulso, pensé sin más.En el autobús no viajaba casi nadie y conseguí dormir buena parte del trayecto. Llegué a Cardiff cansado y ya bastante tarde.
Sergio, antiguo compañero de universidad y durante los siguientes meses de piso, me esperaba y me empezó a explicar la verdadera dimensión de lo que había pasado. Unos terroristas había estrellado unos aviones contra las torres gemelas y el pentágono. No daba crédito a lo que escuchaba. Las caras de preocupación del aeropuerto empezaban ahora a cobrar sentido. Antes de acostarme aún pude ver en la BBC imágenes de la tragedia. Rostros inocentes aparecían desfigurados entre los escombros, familias destrozadas lloraban la pérdida de sus seres queridos y héroes anónimos trataban impotentes de poner remedio a tanto mal. Lo mejor y lo peor de los seres humanos se mostraba abruptamente en aquella imágenes.
A pesar del cansancio aquella noche no pegué ojo y no precisamente porque extrañase la cama. No me quitaba de la cabeza toda aquella matanza. La sin razón golpea aleatoriamente. Me daba vértigo pensar la fina línea que separa la vida de la muerte. Cualquier pasajero pudo ser una posible víctima y coger el vuelo equivocado un viaje al abismo. ¿Qué clase de fanatismo podría llevar a cometer un acto cómo éste? No hay argumento racional ni moral que justifique el sacrificio de vidas humanas. El nombre de Alá se utiliza impunemente para dar cobertura a regímenes totalitarios, a los afanes expansionistas de crueles megalómanos, al maltrato y mutilación de mujeres, a la persecución del diferente. Ninguna religión ni ideología puede excusar comportamientos criminales. En el medievo, el Islam tolerante y avanzado de la Córdoba califal de Averroes o Avicena alcanzó unas cotas de desarrollo envidiado por los primitivos reinos cristianos de su entorno. El mal no está en la religión misma sino en la restricción de libertades, el fomento del odio, el pensamiento único y el fundamentalismo.
Los inspiradores del atentado han tenido sin duda un éxito rotundo. Desde aquel 11 de septiembre del 2001 nada ha vuelto a ser lo mismo. Ese día supuso el fin de la inocencia, las libertades, incluso en occidente, se han restringido notablemente y todos nos sentimos más desamparados. El placer de volar ya no es tan puro. En nuestro subconsciente ha quedado el poso del dolor y la incertidumbre.