El vecino pasa absorto, sin verme cuando me cruzo con él en la escalera.
Camino de Oviedo el chico del asiento número 8 dormita en el ALSA con 
los auriculares puestos, ajeno a la primorosa rubia que le hace ojitos.
Llego a la capital dispuesto a hacer unas gestiones y me encuentro con 
que el operario de la oficina está ausente por un ERE,  su compañero 
abrumado hace un sickie y el único ente que presta asistencia a los 
usuarios es una siniestra máquina fabricada en Corea con la que, por supuesto, no consigo realizar ningún trámite.
 De vuelta en Gijón decido ir a cenar a mi restaurante favorito y 
observo como la pareja de la mesa del fondo celebra un simulacro de cena
 romántica a mayor gloria del móvil y los selfies. La fría dictadura de 
la pantalla arruina cualquier atisbo de complicidad o de calor humano y 
el iphone 7 acaba convirtiéndose en el prioritario foco de atracción de 
la velada, algo en parte lógico, ofrece mejor rendimiento, mayor 
autonomía y más posibilidades que la mayoría de los comensales.
 Y 
caigo en la cuenta que todo lo que veo a mi alrededor son vidas 
fallidas, falta de entusiasmo, evasión en realidades paralelas, 
conformismo y sedación generalizada, nadie parece disfrutar con el mundo
 real y la pasión se derrocha de la forma más grotesca y absurda.
 En
 vez de afrontar los retos con ilusión y valentía muchos se estancan en 
una permanente queja. La viciosa comodidad se impone en su día a día 
pero esto no genera más que insatisfacción y una falsificación de lo que
 debería de ser. Un mundo de ensoñación donde muchos  acaban por no 
reconocer ni al rostro que se refleja en su espejo cuando se cepillan 
los dientes.
 Desde luego estamos al borde del apocalipsis. El mundo 
tal y como lo habíamos concebido hasta ahora está a punto de colapsar. 
Ruego a los señores del gobierno que reconsideren su postura y tomen muy
 en serio la amenaza zombi. 
 ¡¡Estamos rodeados de muertos vivientes y es necesario que el protocolo zombi se active cuanto antes!!
 
 
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