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miércoles, 20 de septiembre de 2017

EO, EO, EO, VAYA SAN MATEO

Tenía clase aquel Patrol. Recio, robusto, con su culo rematado por una enorme rueda, cubierta por una lona. El mismo que nos transportó en la primera excursión a los Picos de Europa repleto de mochilas, latas de fabada y vajillas de arcopal, o el que nos conducía esa tarde por angostas caleyas más allá de los confines de Gijón en busca del último merendero por descubrir o de la sidra más auténtica.

Se acababa el verano del 97 y yo celebraba la conclusión de mis exámenes en la facultad de derecho. Gonzalo, aunque no lo sabía entonces, exprimía al máximo sus últimos meses de soltería. Se notaba la proximidad del otoño y la noche se nos echó encima casi sin darnos cuenta, demasiado pronto para nuestra sed de destilados y aventuras.
De vuelta al centro de Gijón nos encontramos los bares casi vacíos. En parte era previsible, el verano agonizaba y las altivas madrileñas con sus sugerentes modelitos se habían ido pero dónde estaban las bellezas autóctonas, todos esos rostros familiares que cada fin de semana decoraban las barras de nuestros locales favoritos. De repente caímos en la cuenta de que era la víspera de San Mateo. Oviedo estaba en fiestas y todo el mundo estaría allí. Tan solo 30 kilómetros nos separaban de la diversión y ese era nuestro destino.
A pesar de su juventud, Gontxo, acostumbrado a hacer el Gijón – Bilbao cada fin de semana, ya era en aquella época un conductor avezado. Al llegar al centro de Oviedo tuvo que hacer uso de toda su pericia al volante para introducir su portentoso vehículo en el claustrofóbico parking de La Escandalera, inagurado en los años 70 y concebido más para utilitarios que para todo terrenos.
Nada más salir palpamos de inmediato la inconfundible atmósfera de una ciudad en fiestas. La gente iba en oleadas y nosotros tratábamos de seguirles sin demasiado criterio. Entre sidras y tapas pasamos de la noche a la madrugada, de la risa a la carcajada y de la diversión al desenfreno. Me vienen a la mente imágenes inconexas. Primero nuestros simiescos bailes sin camisa en el Pub El Mono Desnudo, no se todavía si tratando de homenajear el nombre del local o de echar por tierra todas las teorías evolucionistas que el antropólogo Desmod Morris propone en el libro del mismo nombre. Más tarde me veo en lo alto de una empinada escalera gritando puta Oviedo. Un montón de gente se aproxima a nosotros con actitud amenazadora, nos escurrimos entre la multitud y echamos a correr.
Afortunadamente hace 10 años, tal vez para compensar nuestra falta de madurez, yo tenía las piernas más ligeras y Gontxo algunos kilos de menos. Conseguimos dejar atrás a nuestros perseguidores y nos paramos sofocados en una plazoleta. Allí, relajado, comencé a orinar contra una estatua. Solo cuando había iniciado el acto me di cuenta que se trataba de una escultura de Ana Ozores, la regenta. Siempre he tenido un gran respeto por la aristocracia pero ahora no era el momento de parar. Esta buguesa soñadora era en realidad una mujer anodina, cobarde, convencional y frustrada, tanto como caer en los afectados brazos de la patética caricatura del galán, Alvaro Mesía.
Aún estaba inmerso en estas reflexiones literarias cuando Gonzalo me arrastró a otro local. No recuerdo su nombre ni nada de lo que le dije, pero si parte de lo que pasó. Tres Happy Dent de menta pueden ser de gran ayuda para un borracho. Cuando ella se fue me costó encontrar a Gontxo en la oscuridad del local. Pronto me di cuenta que a él tampoco le habían ido tan mal las cosas en mi ausencia. Aún visitamos algunos otros sitios de marcha antes de poner punto y final a la noche. En ellos la misma oscuridad, la misma masificación, el mismo calor, el mismo griterío, la misma estupidez y las mismas copas de siempre.
Cerca del parking, y en plena calle, nos encontramos con algunos chiringuitos en los que aún era posible pedir comida. No teníamos hambre y empezaba a lloviznar levemente, pero estábamos convencidos de que el pepito sería el antídoto ideal para contrarrestar tantas copas. El hombre que nos lo sirvió era viejo, cadavérico y sin dientes. Nos daba conversación y continuamente se carcajeaba con nuestras ocurrencias. También se rió cuando le dijimos que cogeríamos el coche de vuelta a Gijón. Ya sentado en el coche aún pensaba en sus negras encías y sus enigmáticas ojeras.
Pese a que ambos conocíamos bien Oviedo nos costó orientarnos. Habían cortado varias calles y no encontrábamos la salida correcta. Tras algunas intentonas fallidas, al fin, embocamos la autopista. El contratiempo había puesto nervioso a Gonzalo que subía el volumen de la música y descargaba su furia contra el pedal del coche. No habíamos salido del carril de aceleración y ya circulábamos al doble de la velocidad permitida. De repente vislumbramos un corsa blanco. Iba mucho más despacio que nosotros y Gontxo frenó en seco. En ese momento las ruedas patinaron y perdió el control sobre el coche. ¡Gontxo que nos la pegamos !!!!- Grité.
Durante unos segundos interminables fuimos de un lado a otro de la calzada mientras Gonzalo trataba de enderezar el volante. Me di cuenta de que todo era inútil. Nos íbamos a pegar una hostia de puta madre. No tenía argumentos sólidos para invocar compasión divina, el viejo sin dientes, la última persona que había visto, me recordaba a Caronte, la autopista encharcada la laguna Estigia, traté de relajar los músculos y confiar en la solidez del vehículo.
Entonces impactamos con una de las enormes farolas que iluminaban la vía. La arrancamos de cuajo y quedó cruzada en medio de la carretera. El vehículo salió rebotado hacia más allá del arcén y, todavía sin control, saltaba entre los pedruscos y la maleza, aunque felizmente cada vez más despacio.Fue un arbusto justo al borde de un terraplén lo que nos frenó definitivamente.Gonzalo estaba enrabietado y trataba de arrancar el coche desde la cuneta para continuar viaje. En vano traté de disuadirle, de explicarle que el Patrol estaba destrozado, que habíamos circulado muchos metros sobre tres ruedas. Solo cuando vio salir humo del motor pareció reaccionar. ¡Va a explotar! ¡Dios mío!- Gritó mientras saltaba del vehículo.
En realidad era improbable que estallase pero no tenía objeto permanecer en el automóvil. Mientras me bajaba comprobé con alivio que todos mis miembros respondían perfectamente. Los dos estábamos ilesos y podríamos volver a visitar Toledo por nuestro propio pie.Ya amanecía. En el exterior chispeaba y aunque el coche estaba destrozado el C.D. seguía funcionando. La canción Morir de Amor de Camilo Sexto sonaba a todo volumen. Curiosa banda sonora para un momento tan surrealista.
El golpe nos había quitado toda la tontería de repente pero me preocupaba pensar que Gonzalo no pasaría un eventual test de alcoholemia. Me mojé la cara con algo de agua estancada en la cuneta. Animé a Gonzalo a hacer lo mismo e incluso a enjuagarse la boca con ella. Se negó. ¡ No beberé agua del charco!- Decía. En esas estábamos cuando apareció la guardia civil. ¡Que desgracia! ¡Pudimos habernos matado!- Me lamenté de forma melodramática.
Los agentes eran dos tipos veteranos y no se si nuestros desvalimiento o aquella sobreactuación les conmovió de alguna manera pero el caso es que, tras revisar los papeles del coche, de una forma paternalista nos tranquilizaron y llamaron a un taxi sin hacer ni siquiera el preceptivo test de alcoholemia al conductor. Mientras nos alejamos contemplamos por última vez el Patrol. El brutal golpe había transformado el robusto y elegante todo terreno en un caótico conjunto de hierros en forma de acordeón.
Gontxo me contó que aún permaneció un par de días al borde del terraplén antes de que una grúa se lo llevase para siempre. Gracias viejo amigo. Te recordaremos siempre. Nos has salvado la vida.

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