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jueves, 28 de enero de 2021

NETWORK

Lo cierto es que “el ser humano está muy poco interesado en conocer la verdad, pero sí debería de estarlo al menos en su supervivencia”. Este es lo que expone Howard Beale, un presentador de noticias trastornado y reconvertido en gurú apocalíptico, en la película Network dirigida por Sidney Lumet en 1976. El personaje está interpretado por Peter Finch y obtuvo el Oscar a título postumo como mejor actor principal en 1977.
Beale se considera un elegido y "anuncia la verdad porque sale en la televisión" medio por el que se informa, según explica en otro de sus desquiciados sermones, el grueso de la masa ya que sólo el 15% sigue los periódicos y menos del 3% lee libros.
Beale reprocha a los telespectadores guarecerse pasivamente en sus hogares en un momento de cataclismo económico y social confiados en mantener así sus comodidades y les impulsa a montar en cólera. Aún va más allá y anuncia su suicidio en directo. Para regocijo de los ejecutivos de la cadena, especialmente la despiadada Diana Christensen interpretada por la bellísima Fane Dunaway, los índices de audiencia se disparan. Sólo Max Schumaker ( William Holden ), veterano jefe de informativos, ejerce el papel de hombre maduro y decente que lucha honestamente por resistirse, sin demasiado éxito, a este vórtice de indecencia y agresividad.
Sin embargo lo que aparentemente es presentado como un acto de rebelión contra el sistema es finalmente controlado y absorbido por el mismo sistema. A medida que se vuelve más previsible y profundo el interés por el mensaje de Beale acaba por decaer y los índices de audiencia por desplomarse.
Lo que hace 40 años era una alegoría, una exagerada metáfora del mercado de la televisión, hoy es el panorama habitual; obscenidad, amoralidad, explotación de grotescos monstruos y, sobre todo, desinformación y manipulación, apelando a los sentimientos más bajos y arrebatados del espectador. La agitación tiene poco de libre y espontánea y mucho de estudiado proceso de ingeniería social.
Cuando decrece el interés de los espectadores o cambia el mensaje a transmitir, el infeliz monigote es sacrificado para deleite de la salvaje recua de yonkis adictos a la sangre y los dramas. Y así se nutren de sensaciones los cerebros carentes de ideas.
La verdad hace tiempo que ha dejado de tener importancia, pero, aún peor, las ideas propias están en peligro de extinción y sin ellas la autonomía del individuo no sobrevivirá a la dictadura de las audiencias y los algoritmos.

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