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viernes, 25 de julio de 2008

EL MUCHACHO Y LA PROFECIA



El muchacho poseía un don, podía ver el futuro en sus sueños pero, al contrario que la desdichada Casandra, sacerdotisa de Apolo, su cualidad era reconocida y admirada.El respeto y la gratitud de su pueblo le causó gran dicha en un principio. Se le agasajaba con regalos y ofrendas y a su madre, según su petición, se le instaló en la choza más confortable del pueblo. Él, a cambio, les informaba, según sus sueños proféticos o visiones nocturnas, de cuando se debía plantar la cebada, si habría tormenta o por dónde aparecerían las manadas de lobos o jabalís.Todo marchó bien un tiempo, pero la prosperidad de su pequeño pueblo pronto despertó la codicia de sus ambiciosos vecinos.Tanto es así, que los bárbaros extranjeros no tardaron en lanzar una expedición militar contra el diminuto pero floreciente pueblo.Sin embargo, advertidos por el muchacho, los habitantes de El Pueblo, esperaron a sus enemigos en el desfiladero donde les prepararon una emboscada, de forma que, aún en inferioridad numérica y sin apenas experiencia militar, pudieron repeler la terrible razzia sin sufrir apenas bajas. No así los soldados enemigos de los que muy pocos sobrevivieron.El emperador del poderoso imperio de los bárbaros se sintió molesto y humillado por tan estrepitosa derrota y decidió organizar otra expedición que cuadruplicase en número a la anterior.El muchacho, nuestro héroe, volvió a visualizar la amenaza y, por supuesto, el terrible resultado, que no era otro que la derrota de su pueblo, la esclavitud de su etnia y la jabalina del noble general de El Pueblo, cayendo, en un postrero y desesperado intento, a los píes del orgulloso y prepotente emperador bárbaro.Azorado acudió a dar cuenta de su visión al Sumo Sacerdote, sin embargo, nervioso y confuso, fue incapaz de contar todos los hechos y se guardó para si el inevitable desenlace de la batalla.A medida que se acercaba el día del combate su angustia crecía hasta el punto de casi perder la razón. Maldecía al destino por haber cargado toda esa responsabilidad sobre sus endebles hombros.Su amado pueblo imploraba por más detalles e, incapaz de decepcionarles, les contó que de nuevo saldrían victoriosos, que deberían de batirse con valor, pues sería sólo en el último suspiro cuando el emperador de los invasores quedaría al alcance de la mortífera jabalina del valiente general del pequeño pueblo.Entonces todos bebieron, cantaron y se regocijaron, ajenos a los enormes peligros que les acechaban.Por fin llegó el día señalado y las naves bárbaras, tratando de evitar cualquier obstáculo natural y pese al gran rodeo que esto suponía, aparecieron por el sur en esta ocasión, tal y como el muchacho había previsto.Desembarcaron en la playa, allí les esperaban los esforzados soldados de El Pueblo y allí se inició la cruenta lucha. Durante horas combatieron hasta el desfallecimiento pero la superioridad numérica y tecnológica de los bárbaros invasores había arrinconado al menguado ejército defensor en un extremo de la playa, ya pocos podían luchar, la derrota era segura.Sin embargo, en ese instante el general de El Pueblo vio como, tal vez por exceso de confianza, el emperador enemigo había descuidado su defensa, dejando un flanco al tiro de su jabalina. Eran más de 300 metros, parecía casi imposible alcanzar esa distancia pero aún más precisar el tiro y eso sin contar con las fatigas de la terrible jornada. Sin embargo con gran determinación empuño su arma y la lanzó con decisión, convencido de ésta alcanzaría su objetivo, tal y como el muchacho le había contado, tal y como el mismo se había obligado a visualizar mentalmente en noches anteriores.Y fue entonces, cuando ante el estupor de todos, la jabalina, siguiendo una trayectoria imposible, que parecía querer desafiar a todas las leyes de la física y de la gravedad, se clavó en el pecho del ambicioso emperador bárbaro, que falleció al instante.Desorientados y confundidos, sin un líder que los dirigiese, los enemigos emprendieron una huida desordenada.El pequeño pueblo había triunfado. Y fue así como el muchacho comprendió que la voluntad y la determinación sin límites pueden, a veces, vencer al propio destino.

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