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miércoles, 2 de julio de 2008

EN LAS ENTRAÑAS DE LA TIERRA



Nunca me había sumergido tan profundamente en el interior de mi tierra asturiana como lo hice la pasada semana.
La visita al pozo Santiago, lugar trágico y legendario, tan exuberantemente generoso cuando ofrece sus frutos como extremadamente cruel cuando se cobra su sangriento tributo, fue un paseo por las negras entrañas donde se recoge ese carbón que sacó a nuestra región del aislamiento allá a finales del siglo XIX cambiando el estilo de vida del campesino tradicional que habría de afrontar desde entonces nuevos retos y problemas, tal y como relata Armando Palacio Valdés en su obra La Aldea Perdida.
El nuevo escenario de esas cuencas preñadas de tesoros fósiles se volvía así industrial y urbano, de dureza extrema, riesgo constante y completamente de espaldas a la naturaleza.
Este medio tan singular condicionó, sin duda, la personalidad del individuo, sus valores y su manera de afrontar la vida y también la muerte. Pero, según pude comprobar, no hay mejor forma de entender el descaro y la altanería de un minero que descendiendo al interior de una mina.
Nos montamos en un tembloroso ascensor metálico abierto por los lados al que los mineros llaman jaula y tras un claustrofóbico e interminable viaje hacia las profundidades de la tierra nos plantamos a 500 metros bajo el nivel del suelo.
Provistos del botas, mono, casco y autorrescatador ( aparato mecánico colgado al cinto que permite respirar 30 minutos en caso de falta de oxígeno ) bajamos en la galería quinta en medio de la oscuridad más absoluta y donde sólo la luz de la linterna acoplada en nuestro casco nos permitía atisbar el húmedo y caluroso entorno. Una vez aclimatados al medio iniciamos la marcha.
El túnel en el que nos encontrábamos era relativamente amplio en su inicio pero a medida que nos acercábamos al lugar de extracción del carbón se iba volviendo más estrecho y sinuoso.
Raul, nuestro anfitrión era un joven y cordial ingeniero con alta responsabilidad en el pozo que aprovechaba el paseo para supervisar la mampostería que sostenía el túnel o dar instrucciones a los sufridos mineros y mineras ( tiznado de carbón y en lo más profundo de la mina pude contemplar más de un rostro femenino ) que realizaban el mantenimiento de la zona.
En nuestro trayecto salvamos varios desniveles por estrechísimos pasajes que parecían conducirnos a un abismo de oscuridad e imposibles pasadizos en los que inevitablemente golpeábamos el casco contra el techo.
Entre vagonetas, vías que sortear, humedades y filtraciones de los ríos subterráneos, grupos de mineros que aparecían en cualquier rincón e indescriptibles ingenios, máquinas y cintas ( alguna de las cuales hubo de pararse unos segundos para que pudiéramos continuar ) fuimos avanzando hasta la rampla o taller de explotación propiamente dicho.
Esta claro que la mina es un lugar para gente joven y en buena forma física pues, tras casi dos horas de caminata, llegué al lugar con la boca seca ( el aire se hace irrespirable por momentos ), la cara negra ( el polvillo negro se impregna por todos los poros de tu cuerpo ) y las piernas y la espalda doloridas ( la marcha había de hacerse en posiciones forzadas ).
En la actualidad la figura del picador con el martillo de aire comprimido realizando el trabajo a base de fuerza tiende a desaparecer a favor de nuevas técnicas menos penosas con el apoyo de moderna maquinaria. Tal y como pudimos observar potentes y compactas estructuras mecanizadas penetran hasta las capas de extracción sustituyendo a la mampostería tradicional de modo el carbón se puede extraer mediante imponentes y ruidosos tambores rotatorios dotados de picos que arrancan el carbón de la beta en grandes pedazos.
Sin embargo la dureza del trabajo y del entorno es obvia, tanto es así que al salir de nuevo al exterior, tras otro largo paseo por una nueva galería hasta la jaula, sentí un leve mareo. Después de más de tres horas en el interior de la mina había perdido la noción del día y la noche, necesitaba beber y refrescarme.
Tras una buena ducha y aún habiéndome frotado a fondo, un cerco de carbón se acumulaba alrededor de mis ojos ( sólo al final del día acabó por depositarse en los lagrimales y desaparecer ), al estornudar expulsaba una especie de ceniza, tenía un hambre voraz y, sobre todo, muchísima sed.
La gentileza de HUNOSA ( gracias Ubaldo ) hizo que todo el malestar cesase súbitamente tras una abundante comida en un coqueto restaurante del centro de Mieres.
Al salir del local para reemprender mis obligaciones vespertinas sentí gran placer con pequeños goces que nunca antes había valorado, el frescor del aire puro al ser aspirado, la sensación de libertad por encontrarme ante un amplio espacio abierto, la animosa alegría que experimentaba al contemplar la gloriosa luz del sol. Comprendí entonces por qué los mineros quieren exprimir la vida al instante sin pensar demasiado en el abismo de oscuridad que implacablemente les depara el mañana.

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