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jueves, 22 de mayo de 2008

LA VALLETA

Hice mi entrada a La Valleta por la plaza del Tritón. Era un luminoso domingo y la gente se agolpaba animadamente en el mercadillo al aire libre. Al atravesar la plaza reparé en los pequeños autobuses, redondeados y de colores chillones, listos para partir para cualquier rincón de la isla. Tras dejar atrás la plaza accedí, intramuros, a la ciudad fortificada, hecha por caballeros, para caballeros, un lugar único cargado de misterio y de historia.
Los caballeros de la orden de San Juan, encargados de proteger a los peregrinos que viajaban hacia Tierra Santa, y en constante lucha con los árabes, decidieron hacer de la Valleta su bastión inexpugnable.Llena de escalinatas y escondrijos, circular por ella en coche es prácticamente misión imposible. Todas las casas son de piedra y sus muros parecen querer susurrarnos todas las historias de las que están impregnados. Casi cada rincón da motivos para el deleite y la sorpresa, desde las esculturas de vírgenes y santos que proliferan en cada esquina, al museo de los caballeros guardianes de ancestrales tradiciones y liturgias, a la maravillosa casa picola muestra del poder y señorío de la rancia burguesía local o la sorprendente co-catedral de San Juan, tan sobria por fuera como deslumbrante por dentro.
La vida administrativa y comercial con guiños a su reciente pasado colonial británico marcan la vida durante el día, pero durante la noche la gente desaparece, el lugar queda desolado y por las estrechas y mal iluminadas callejuelas aún resuenan los ecos de los nobles caballeros que la habitaron. Es hora de retirarse, en este caso al hotel Osborne donde me alojaba, otro edificio del siglo XVI, un austero lugar en el que por un momento creí dar no sólo un salto en el espacio sino también en el tiempo.

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