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sábado, 2 de mayo de 2020

LA NUEVA NORMALIDAD

Mi hábitat, cálido y acogedor, súbitamente se fugó para emerger un territorio hostil e irreconocible. Un espacio deshabitado de abrumador silencio, despojado del murmullo de otros semejantes, del rugido del motor de una camioneta o el chirrido de los frenos de un coche, del taconeo de las pisadas, del tintineo de las monedas en los bolsillos de los paseantes, de las risotadas de los niños en los parques, de la cautivante fragancia que desprendía la jovencita al pasar, del nauseabundo hedor del contenedor de la basura que removía el indigente, del agradable olor a chocolate de la churrería o del peculiar aroma del fermento de la sidra con serrín de las sidrerías. Un lugar donde las palomas aguardaban en vano por niños que las persiguieran, las gaviotas ya no tenían restos de comida en las terrazas a los que acechar, los regalos de los escaparates no llegarían a tiempo para el día del padre y, en unas calles desiertas, los furtivos caminantes ya no necesitaban zigzaguear para evitar el chocar con otras personas. El desagradable y ronco eco del sonido de la emisora del coche patrulla era lo único que impregnaba aquel angustioso ambiente.
Gijón, igual que otras tantas poblaciones de España y del mundo, era una ciudad desahuciada que ya no olía, ni sentía que carente de pulso y razón agonizaba provocando una desoladora sensación de malestar. De repente volvieron a salir los niños y pude observarlo todo de otro modo. Y es así cómo, tras este brusco y despiadado paréntesis, fui capaz de mirar a mi ciudad, con los mismos ojos un niño que tras una transitoria ceguera vuelve a ver el mundo. Con el mismo entusiasmo que mi sobrino Yago sentía cuando con poco más de dos años veía los pictogramas del Puerto Deportivo, “prohibido bañarse”, “cuidado resbala”, “prohibido aparcar” y se deleitaba al comprender que aquellos dibujos tenían algún significado. Con la misma sorpresa que le producía la rugosidad de la corteza del tronco al acercar la mano al árbol. Con la misma atención con la que seguía el movimiento de las palomas cuando las cebaba o las perseguía. Con la mismo espíritu aventurero que demostraba cuando exploraba una cercana casa en ruinas y se asustaba al ver los cristales rotos, las caras a medio terminar de los grafiteros o los amarillentos recordatorios de comunión de una librería abandonada. Alegría, sorpresa, susto, todo emociones a flor de piel, así fue como vi Gijón en aquel momento.
Me percaté del florecer de las plantas, de la colonia de patitos que habían colonizado el estanque de la plaza de Europa, de la fisonomía de los edificios, de las grietas en el suelo por la que emerge una fila de sufridas hormigas, de la gente que se cruza, de las casonas que resistían entre los altos bloques de pisos, de los miradores, de las cornisas, de las columnas en forma cariátides, de los letreros de caligrafías imposibles y de otros muchos hitos del paisaje urbano en los que, pese a pasar delante de ellos casi a diario, nunca había reparado. Por un momento me creí capaz de oler los sonidos y escuchar los colores. La sinestesia, esa maravillosa capacidad que los niños tienen y los adultos hemos perdido por completo.
Me sorprendió el resonar del bote de las pelotas en el Paseo de Begoña, los niños corriendo, el avance de los ciclistas o la marabunta de personas moviéndose en el Muro. En esos primeros instantes de mi vuelta a la calle disfruté paseando con el mismo placer y regocijo que experimento cuando viajo a un lugar lejano y exótico por primera vez. Sin embargo el cielo violáceo me hizo ver que anochecía y debía de volver pronto a casa. Algo me produjo cierto desasosiego y malestar, me invadió sensación de desconcierto y nostalgia, ecos de una profunda tristeza que no pudieron acallar los aplausos desde los balcones.
Entonces caí en la cuenta de que lo que hace para cada uno de nosotros maravilloso este mundo es precisamente nuestra propia capacidad para reconocerlo e interpretarlo sin cortapisas. La aspiración es encontrar la plenitud en él según nuestra particular vision del mismo, la cual está condicionada por nuestras propias vivencias previas, nuestros orígenes y peripecias, nuestra jerga, lenguaje o idioma, nuestra escala de valores, nuestros miedos o fobias, nuestros particulares talentos, gustos e intereses, nuestras liturgias, nuestro tiempo de duelo, nuestro propio modo de sentir, nuestro ritmo vital. Cada individuo es un particular microcosmos único e inimitable. Por tanto debemos mirar el mundo siempre como algo poliédrico, especial e insólito. Muchos pretenden acotar o descifrar la realidad por nosotros o determinar lo que está bien o lo que está mal, quiénes son los buenos o los malos o que es importante o no. Entiendo que dejarse influir por esas interferencias no es vivir una vida plena, ni tomar conciencia de lo que sucede. Sin perjudicar nunca a los demás cada uno tiene que elegir su propia realidad, a qué va que poner más énfasis y cuáles son sus prioridades.
Recuerdo cuando de la mano de mi sobrina Aitana de entonces apenas tres años, paseaba por el bonito pueblo de Manly, cerca de Sidney. Nada podía ser más perfecto, surferos en la interminable playa, un luminoso día, cuidadas casitas, una amplia costanera, y, por supuesto, el murmullo de la gente local, las fugaces conversaciones acá y allá, un sonido comprensible para ambos (sobre todo para ella que es bilingüe) pero sin la armonía y musical calidez del primer y familiar idioma. Detrás de nosotros oímos, al fin, una pareja de españoles que conversaban. Hablan ñol!!!- Me dijo emocionada Aitana.
Temo que la pomposa nueva normalidad sea la excusa para imponernos una nueva realidad. Detestaría vivir un esplendoroso nuevo mundo tecnológico que nunca hablará mi idioma nativo y en el que siempre sería forastero. Abominaría un lugar donde los algoritmos, los técnicos anónimos y la autocracia se convirtieran en los censores de mi pensamiento. Deseo decidir sin interferencias, arropado por mi familia y mis recuerdos, fiel a mis orígenes y mis raíces, en armonía con el tiempo y espacio donde me he criado y las experiencias que me han tocado vivir. Quiero el mundo de antes, aunque ahora sea capaz de mirarlo con unos nuevos ojos.

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