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jueves, 28 de mayo de 2020

CUESTION DE CONFIANZA

No he conocido un país más descosido que Sudáfrica. El centro de Johannesburgo, antes punto neurálgico comercial y administrativo de la elitista minoría blanca y hoy ocupado totalmente por la población de color, parece una trinchera. Un paseo por el lugar tiene más de reto que de experiencia placentera; escaparates protegidos por rejas, cámaras de seguridad, parques vallados, edificios de antiguo empaque descuidados, desencajados y despojados de los adornos que habían sido su seña de identidad, transacciones informales y callejeras con la violencia siempre a flor de piel, miradas acechantes por doquier y cámaras fotográficas prestas a ser el objetivo de un más que seguro pillaje, atmósfera crispada, clima prebélico. Por la noche aún peor, la santa compaña, los zombis y los vampiros se adueñan de las calles. Si uno tiene aprecio por su integridad más vale que se vaya al hotel. Los hombres blancos se refugian en sus lujosas urbanizaciones donde es preferible no salir después de las 6 de la tarde y el nuevo centro administrativo se ha trasladado a unos kilómetros del anterior. Aquí, con mucha precaución, aún podemos aventurarnos a caminar unos pasos hasta el centro comercial más cercano sin ser hostigados o tomar un café en una terraza.
Algo mejor es la situación en Ciudad de El Cabo, una bonita urbe a las faldas de la plana montaña de la Mesa con gran variedad de edificios art decó, victorianos, coloristas y presuntuosos rascacielos, un relajante puerto histórico elegantemente reconstruido y magníficas playas y paseos donde aún es posible disfrutar de un distendido paseo, al menos dentro del horario comercial. Cuando las luces se apagan toda la decepción de una población que fue hostigada y desplazada se adueña de las calles, súbitamente solitarias tras la caída del sol. Años de recelos, de la imposibilidad de la población de color de acceder a las exclusivas zonas blancas sin las indispensables tarjetas verdes (sólo se concedían para trabajar y hasta las 5 de la tarde como máximo, no portarla suponía 3 meses de cárcel) y de enfrentamientos aún pesan más que el liderazgo, la indulgencia y el afán de reconciliación de Nelson Mandela.
Sudáfrica aún son dos pueblos compartiendo un mismo territorio y sin demasiado afán por cohesionarse. La nueva élite negra y la decadente clase alta blanca tratan de sacar el mejor partido de la situación en un país, aunque desestructurado, rico en recursos naturales y bien organizado económicamente, en el que aún es posible lucrarse. No obstante el temor y el recelo siempre presentes lo hacen completamente insatisfactorio para habitar.
No mucho mejor es la situación de Bosnia. En Móstar ya es posible cruzar de una orilla a otra del rio Neretva a través del famoso puente que la guerra destruyó pero los cadáveres aún siguen enterrados en los parques y la población permanece desunida y segmentada. Acatan distintas normas según el origen étnico de cada cual y todos se miran con desconfianza lo que les condena a un profundo malestar y una endémica pobreza.
Una situación distinta pero ciertamente incómoda la percibí en aquel Beijing de principios de este siglo. Los antiguos Hutongs (barrios tradicionales de laberínticas callejuelas) caían súbitamente fulminados a golpe de picota mientras las grúas levantaban velozmente imponentes rascacielos. Un país que ya había sufrido el terror de la revolución cultural seguía recurriendo a la trampa y la impostura para poder conservar su innata vitalidad y sus antiguas tradiciones. Desgraciadamente la nefasta política del desprecio a las tradiciones, de la creación de frentes irreconciliables, del odio al diferente y de la imposibilidad de un proyecto común parece que comienza a prosperar también en los países occidentales con más fuerza que nunca.
El capitalismo democrático y social, un sistema económico que durante décadas nos proporcionó un crecimiento y prosperidad sin precedentes, parece llegar a su agotamiento. Unos retos y una exigencia tecnológica que avanzan a un ritmo frenético, muy por delante de la capacidad de adaptación de las instituciones y del individuo, produce un profundo desazón y resentimiento en una sociedad que se siente traicionada, abandona y desprotegida. La vía de escape de muchos es apostar contra el sistema o lo que es lo mismo, por los elementos más indeseables y extremistas del espectro político. Auténticos trileros, troleros, tahúres del Mississippi, jugadores de fortuna amorales y sin escrúpulos, capaces de abrir la Caja de Pandora, esparcir el odio, fraccionar la sociedad, quebrar la fraternidad con el único afán de no asumir nunca responsabilidades en una impresentable actitud de Yo soy el Mesías y el infierno son todos los demás.
Decepcionados, muchos no quieren entender que lo que proporciona bienestar a un pueblo no es la división, ni el enfrentamiento, tampoco los atajos ni las soluciones simplistas. La clave está en el trabajo, el premio al esfuerzo, la capacidad de adaptación, la resilencia, la solidaridad con el necesitado y, sobre todo, la protección y la integración de todos bajo una bandera común, sin reproches, sin etiquetas, al ritmo adecuado y al compás de los tradicionales ritos y liturgias.
Ante esta encrucijada necesitamos una sociedad que olvide el nombre de las cosas, que ignore si lo que come es pera, limón o naranja pero que deguste con fruición todo el aroma de la fruta, que perciba sin prejuicios los matices de sus sabores y se beneficie de sus nutrientes. Una sociedad que olvide donde está el lado izquierdo o el derecho pero sea capaz de enderezar el rumbo y mirar siempre hacia adelante.
Si en el año 2008 defendí que además de una crisis económica nos enfrentábamos una crisis de valores (debilitamiento de los mecanismos de control, codicia de la banca, despreocupacion por el ahorro, superficialidad y materialismo del consumidor) lo que advierto en estos tiempos, y ya antes de la pandemia que nos ha asolado, es una crisis de confianza en el sistema y en los que lo lideran. La degradación de las instituciones y la fractura social en la mayor parte de las democracias occidentales aún no es tan dramática como la que observé en la República Sudafricana, Bosnia o China pero algunos líderes parecen hacer todo lo posible para acercarse a esos escenarios. La negligencia, la incompetencia, la mentira, la estigmatización del otro, la unilateralidad, la censura, la burda propaganda, el maquiavelismo de salón, el odio, el aparheid de clases, el engaño, el tacticismo, el autoritarismo, el cesarismo, el maniqueísmo, el oscurantismo, el hostigamiento, el chivo expiatorio, el escapismo y la prepotencia absoluta no ayudarán a recuperar la confianza perdida.

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