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jueves, 18 de marzo de 2021

EL MONASTERIO DE PIEDRA

De viaje a Zaragoza, y tras mucho dudar, decidí dedicar un día a visitar el Monasterio de Piedra. Ya lo conocía y temía humillar esos borrosos e idílicos recuerdos que uno asocia con su niñez. Al visitarlo, a mediados de los 80, me había parecido el lugar más hermoso que uno pueda tan siquiera imaginar.
Ya de adulto, y tras haber visitado cascadas tan imponentes como Iguazú, Niágara o Gullfoss temía que el escenario real no estuviese al nivel de las imágenes que mi cerebro proyectaba y eso supondría degradar mi niñez, mancillar mi pasado.
Y, evidentemente cosas cambiaron. El largo recorrido por la nacional de Zaragoza a Calatayud, única via disponible en aquel entonces, mientras mi padre cantaba una canción sobre una tal Dolores se me hizo interminable en aquel primer viaje. Para colmo en el pueblo nadie parecía saber nada de la ínclita Dolores.
En esta ocasión el rápido viaje por la autovía me pareció un corto paseo, y en Calatayud no solo pude apreciar la guarida de la acogedora Dolores sino unos extraordinarios edificios de estilo mudejar. No cabe duda de que me apliqué en el estudio de la historia del arte en el Bachillerato y de algo debía de servir.
El extraordinario zigzaguear entre los pueblecitos de montaña entre los que destacaría Nuévalos me pareció en ambos casos apasionante, y finalmente el impacto de las cataratas no me defraudó en absoluto.
Esa perfecta armonía que los monjes cistercienses lograron entre lo natural y lo humano para tratar de encontrar plenitud y trascendencia en el mundo real cuando paseaban o meditaban alrededor del monasterio continuaba igual de vigente no sólo que cuando conocí el lugar treinta años atrás, sino igual que casi mil años cuando el conjunto fue diseñado y construido. Son lugares inmortales, inmunes al paso del tiempo.
Otra vez fue maravilloso deslizarme entre gruta Iris por detrás de las cascadas y luego contemplar la llamada Cola de Caballo. No importa que en Islandia atronaran con más contundencia; estas sonaban más delicadas.
Los hilos de agua adornaban las rocas convirtiendo al tosco rio Piedra en filigrana, en una delicada pieza de orfebrería. El reflejo de sus aguas mansas en otras zonas del recinto proyectaban una versión enbellecida de la naturaleza circundante.
El nombre de los saltos, Baño de Diana, Caprichosa o Iris o la historia de la iglesia gótica parcialmente arrasada por el fuego y de la que aún se conserva un magnífico claustro y un estimable calefactorio son ya anécdotas que tal vez acabe olvidando pero la delicada atmósfera del Monasterio de Piedra es uno de esos parajes hermosos que uno debe de conservar en su memoria para refugiarse en él cuando todo comience a desmoronarse a nuestro alrededor. Inolvidable e imprescindible.

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